Las maduritas, digamos de más de 50, seguramente se acuerdan de un
galán que supo conquistar el corazón de su mujer no una, sino ¡siete veces! y
que formó con ella una de las parejas más tumultuosas de todos los
tiempos.
Estoy hablando, nada más y nada
menos, que de Richard Burton, el reincidente marido de Elizabeth Taylor. Liz
Taylor, la de los ojos color turquesa.
Pues bien, este caballero,
salvando las distancias, era lo más parecido a cualquier marido del mundo. Sólo
que, para hacerse perdonar sus tropelías, en lugar de regalar flores o bombones
regalaba diamantes. Gordos, pulidos y carísimos diamantes.
Era como los patos criollos (un
pasito, una cagada; un pasito, una cagada), pero en versión millonaria: un
diamante, una cagada.
Y mientras tanto Liz, la pobre Liz, amontonaba piedras azules
engarzadas en anillos, collares, pulseras, algo que para muchas podría ser
motivo de envidia... pero sufría igual que la almacenera de la esquina, o
cualquier mujer que haya tenido que aguantar a un bebedor, mujeriego o jugador
empedernido.
¿Y que hacía Liz para olvidar el dolor de las separaciones, y para intentar
sostener la euforia de las reconciliaciones? Le daba al trago. O a las
pastillas. Igualito que muchas, demasiadas, mujeres en su misma situación.
Parejas apasionadas, dicen algunos. Parejas enfermas, dicen otros.
¿Dónde estará el límite entre la pasión y la enfermedad?
Creo, modestamente, que en el dolor.
La pasión es una pulsión vital, conecta con la vida, la alegría de
vivir, el sexo pleno, la entrega, la generosidad. Una pareja apasionada es una
pareja que se come a besos, que hace el amor sobre la mesada de la cocina, que
recorre el país con una mochila al hombro y sin un peso pero juntos, que
disfruta el sol, la lluvia y los desafíos. Que le pone el pecho a la vida y
duerme desnuda, sin ropa y sin miedo.
Cuando hay dolor, cuando la relación nos lleva al dolor, al
maltrato, a los celos, a la pérdida de la identidad, nos estamos metiendo en
una relación enferma.