viernes, 20 de marzo de 2009

España: Terminan los problemas del matrimonio, comienzan los de la separación



¡Es que deshacer algo da más trabajo que hacerlo! Si queremos cambiar las cañerías de la cocina, primero hay que romper las paredes y encontrarlas. Si queremos pintar la casa a nuevo, primero hay que rasquetear y rellenar los huecos de los clavos. Y si queremos tener la posibilidad, algún día, de formar otra familia, primero debemos pagar para deshacernos del cónyuge actual.
El artículo citado habla de los costos económicos de un divorcio en España, en especial los honorarios profesionales. Moneda más, billete menos, divorciarse es caro en todas partes: además de pagar abogados hay que reacomodar el presupuesto familiar, sobre todo si hay hijos. Y el que se va de la casa, que casi siempre es el hombre, se ve obligado a buscar un lugar donde vivir y a equipar, aunque sea con lo mínimo indispensable, su nuevo hogar.
A esto debemos sumarle que la división de bienes, cuando hay mucho para repartir, significa perder, o resignar, status, algo que a muchos les genera el escozor suficiente como para llegar a un buen acuerdo con su pareja... y seguir casados; cada uno por su lado, pero casados, y hasta bajo el mismo techo.
Cuando yo era chica (ahora también, pero no tanto) esto era muy común. Un hermano de mi abuela, el tío Juancito, durante más de veinte años tuvo una amante a la que mantenía, y que lo acompañaba en sus viajes; su esposa lo sabía pero, acuerdo mediante, el tío Juancito seguía viviendo en su casa, con su mujer y sus tres hijos. Su mujer era una reina, tenía personal de servicio, gastaba sus días en bordar, cocinar scons, tomar el té con las amigas o visitar parientes, y los veranos se instalaba en un hotel de Mar del Plata con sus hijos, su madre y quien quisiera invitar. Lo pasaba bien, la tía, mucho mejor que si se hubiera divorciado. No compartían cama ni habitación (aunque yo no pondría las manos en el fuego, la carne es débil...), pero se trataban con una corrección y un respeto como pocas veces he visto. Los chicos fueron a los mejores colegios, y adoraban a sus padres.
La postura del resto de la familia (hermanos, cuñadas, sobrinos)iba desde la sacralización de la tía Nelly ("es una santa", decía mi abuela), a los comentarios en voz baja sobre su sangre de pato y su hipocresía. No había término medio. Y yo no entendía nada; sólo sabía que ella era una señora, que jamás se quejaba de su marido (algo que sí hacían, y cómo, las demás mujeres de la familia), y que cuando la íbamos a visitar nos recibía con cariño, sacaba su mejor vajilla y nos atendía, como se decía entonces, "a cuerpo de rey".
¿Hipocresía, miedo al qué dirán, comodidad? ¿Amor por sus hijos, necesidad de protegerlos? Las cláusulas del acuerdo al que llegaron el tío Juancito y su esposa, y los porqués, y si les costó cumplirlo, son cuestiones que no les incumbían más que a ellos.
Y es que el matrimonio, o la separación, debieran ser algo privado, algo que se arregla entre los dos miembros de la pareja sin la intervención de terceros. Si lo entendiéramos así, no tendríamos que gastar tanto en abogados y lo que es más importante, nadie, por más juez que sea, nos ordenaría qué hacer con nuestros hijos, nuestros bienes y nuestra dignidad.

Si te gustó esta nota, el libro te gustará mucho más.

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